Saturday, April 28, 2012

Ninguna Misericordia para los Perros Parte 2

Esta historia originalmente apareció en Bay Area Butchers

La parte I se puede ver AQUÍ

Lo que las personas creen ser real es real en sus consecuencias.  Este fue el axioma que me mantuve repitiendo a mi mismo, mientras que El Martillo guiaba a su hijo y a mí fuera del estacionamiento.  En alguna parte muy profunda dentro de mí, las fallas geológicas se estaban colapsando y los continentes moviéndose.  Prácticamente, por la mayor parte, había estado caminando como sonámbulo día tras día durante los últimos seis meses, evitando cualquier espejo posible, especialmente de la variedad humana.  En algún lado, debajo esta densa capa de adormecido gris, los cláxones estaban dando rienda suelta dentro de mi hipotálamo, señales de peligro intentando derrocar mi inanición y forjar camino entre la niebla para advertirme de mi peligro.  Este estire y afloje interno me estaba ocasionando  sacudidas de estados de extremo letargo y fatalismo a unos de ansiedad severa, la falta de estabilidad misma siendo un factor agravante que contribuía a mi desorientación.  Sabía muy bien que me había dejado caer directamente dentro de la boca del león, y no sería la última vez en que me preguntaría cómo fue que Rudy me había logrado convencer a tomar este desquiciado viaje.

Una (gran) parte de mí sentía que ser triturado era precisamente lo que merecía, mientras que otra intentaba motivarme a buscar alguna estrategia de salida que no tuviera que ver con una tumba superficial rápidamente excavada en el desierto anónimo.  Lo mejor que pudiera esperar, recuerdo haber pensado, es intentar dar la apariencia de peligroso – hasta loco – y esperar que este acto sería convincente.  La mímica Batesiana es una defensa pobre cuando el depredador en la ecuación es un jugador serio en una operación verticalmente integrada de multi-drogas, pero había estado huyendo ya por tanto tiempo con tanque vacío que era todo lo que me venía a la mente.  Los ojos de El Martillo eran como autobiografías duras, y no había parpadeado una sola vez durante nuestra reunión, un comportamiento clásico de hombre-Alfa [dominante].  Desenfocar los ojos para poder mirar fijo a distancia media es un viejo truco que yo bien conocía, y aun en mi estado de colapso sentía que podía lograrlo.  El resultado es que no solo no quieres parpadear, tus ojos en cierta forma se ven como sin luz o muerto; como esos de un pescado.  Durante muchas semanas no sabría que tan desconcertado se había sentido El  Martillo.

En el estacionamiento, fui presentado al chofer del papá, un bloque de hombre de 350 libras llamado Smiley [Sonriente]. Siempre me molestaban un poco  las personas que cargan adjetivos en vez de nombres propios, pero decidí que tendríamos un debate sobre tendencias de nomenclaturas otro día.  Como, digamos, cuando tuviera un óbus [arma corta] a la mano.  Rudy abrió la cajuela de su carro y sacó mi mochila.

“O.K., mira, el Smiley va a llevarte por algunos caminos alternos, unos usados por los coyotes para pasar por contrabando a imigrantes.  Nadie te va a cuestionar allí, ¿O.K.?  Yo iré con mi papá y nos veremos esta noche en Cerralvo, ¿o.k.?”

Escaneé la situación, no gustándome mucho.  Pero este era e proverbial terreno medio  entre las piedras y lugares duros, y si llegaba al punto de que me tuviera que enfrentar con la muerte a manos de un Neandertal  con nombre equivocado en medio de la nada, lo pelearía, pero nunca discutiría que era menos de lo que yo merecía.

“¿Por qué le dicen Smiley?” pregunté, tratando de hacer tiempo.  El hombre se veía singularmente incapaz de tener alguna expresión facial más allá de una amenazante mirada fulminante, de la cual parecía tener una selección expansiva.  Escuchando su nombre, el  mastodonte entrecerró sus ojos, mirándome.  Parecían velas apagadas.

“Porque,” contestó Papá Ramos, en un inglés con pesado acento, un lenguaje que se suponía no sabía hablar, “cuando degolla, el hoyo parece una sonrisa de oreja a oreja.”

Con la mirada fija en él, la totalidad de la escena me abrumó.  ¿Cómo fue que mi vida llegó hasta esto?  Las presiones de 24 años de una vida vivida pobremente y sin razón me comprimieron, y sentí a una sola vez, que el poco convincente asirme con uñas enterradas a  la cordura que me había sostenido desde el 10 de Diciembre, había empezado a deslizarse.  No estoy hecho para llorar; la última ocasión en que vertí lágrimas por mi persona probablemente sucedió cuando tenía 4 o 5 años.  En vez de esto, mi cerebro que iba espiral hacia la muerte decidió por la segunda mejor opción.

Empecé a reír.

Ninguna parte de esta situación era chistosa de ninguna forma, pero no podía parar.  La desesperación, esperanza y un deseo de salvación chocaron violentamente en mi parte medular, y me sentí nauseado por lo absurdo del contexto, por este cabecilla de narcotraficantes chaparro y su exagerado y cómico guarura que aparentemente era un asesino; por el hijo idiota que estaba tan obviamente desesperado para ser una muñeca babushka de la misma serie que su papá, con tal de obtener los afectos de un hombre aparentemente incapaz de tal cosa, y el hecho que de alguna forma – inexplicablemente, me parecía en ese tiempo – yo era el centro alrededor del cual todos estos rayos torcidos giraban.  Finalmente, finalmente, entendí lo que el personaje de Camus, Meursault, quiso decir cuando concluyó L’Etranger con estas palabras:  Pour que tout soit consomme, pour que je me sente moins seul, il me restait a souhaiter q’il y ait beaucoup de spectateurs le jour de mon execution et qu’ils m’accueillent avec des cris de haine (Para que todos sean consumidos, a causa de eso me siento menos solo, tenía la esperanza de que hubiera muchos espectadores en el día de mi ejecución y que me recibieran con llantos de odio).

Una parte de mí tuvo que haber sabido que los otros me estaban mirando fijamente, y cuando parpadeé para sacar las lágrimas de mis ojos, la boca de Rudy estaba boquiabierta y me estaba mirando como nunca me había antes mirado (en verdad, no lo había hecho).  Este hecho me divirtió aún más, y podía sentir otra cadena de risa burbujeando dentro de mi pecho.  Al diablo, pensé.  Mors certa, vita incerta.  Le di un manotazo al hombro de Rudy, y levanté mi bolsón y mochila, aventándolos sobre mi hombro. Aun riéndome, saludé con la cabeza a El Martillo y grité a Smiley una de mis órdenes en español que sabía: “¡Vamanos!” Mientras guardaba mi bolsón en la parte de atrás del Ford F-350 de los 80s que sería mi transporte, atrapé a Smiley mirando de mí a Papá Ramos y de regreso a mí.  Si no supiera mejor, hubiera pensado que el gorila se veía…preocupado.

El momento pasó tan pronto cerré la puerta del pasajero de la camioneta, algún switch traicionero siendo colocado en posición de apagado.  Me sentía drenado, como si estuviera descendiendo dentro de mí desde una gran distancia.  Intenté tomar respiraciones profundas, enfocándome en una estructura abandonada en la distancia, a medio terminar y pudriéndose.  Se veía tan atacado por arena como yo me sentía, y me limpié las lágrimas de la cara antes que Smiley pudiera abrir la puerta del conductor.  La camioneta  se tambaleó hacia la izquierda mientras él se lanzaba dentro de la cabina, su panza tocando el volante mientras hacía el intento de ponerse cómodo.  A su crédito, no malgastó tiempo intentando entenderme.  Pronto aprendería que todos los hombres de Papá eran así, totalmente entregados a sus funciones.

La carretera (si caritativamente se le puede llamar así) que se dirigía hacia las montañas se encontraba en un estado deplorable.  En varias ocasiones, rodeamos hoyos en el pavimento lo suficientemente grandes para haber tragado una troca de carga de 18 llantas.  Seguía revisando mi reloj, intentando adivinar los eventos que se estaban desenlazando en Houston,  compitiendo en contra de mi memoria, uno empujándome hacia adelante, el otro jalándome hacia atrás.  Solo en retrospección  me doy cuenta qué tan cerca estuve a volverme totalmente loco.  Si hubo algo que me salvó, me puso los pies en la tierra, fue el paisaje, el cual se empezó a abrir al ir dejando la ciudad atrás de nosotros. El asfalto rápidamente se convirtió en grava, y esto nuevamente se transformó en tierra cuando dejamos la carretera principal para tomar lo que parecía un camino para chivos.  Habían cientos – si no miles – de estos caminos saliendo como capilares durante la última media hora, y no tengo idea cómo Smiley supo cuál tomar.  Pronto pasamos un inmenso rebaño de varios cientos de chivos blancos y cafés, y Smiley saludó con la mano y le gritó a un hombre anciano que estaba cuidándolos.  El anciano no respondió.

En The Laberynth of Solitude [Laberinto de Soledad], el escritor de Premio Nobel y poeta, Octavio Paz, describió sus paisanos como reservados,  no afectivos,  y a la defensiva.  Mientras que eventualmente llegaría a estar en desacuerdo con esta evaluación, parecía haber acertado con Smiley, el cual aparentaba tener poco deseo de llevar a cabo una conversación.  Eso estaba bien conmigo, y me enfoqué en ver el paisaje.  Antes de que pasara mucho tiempo, las faldas de las montañas se empezaron a convertir en verdaderas montañas, los caminos tornándose más peligrosos.  En un momento, mi chofer metió su mano bajo el panel del carro, y me tensé, mi mano derecha rápidamente dirigiéndose hacia mi muñeca izquierda, en la que mi manga Oxford cubría mi navaja.  Él presintió esto y se congeló, su mano levantándose en la posición universalmente entendida de “espera”.  Bajó la velocidad de la camioneta, y eventualmente se detuvo.  Lo observé cuidadosamente, y colocó su mano enfrente de su cara, pretendiendo hablar por radio.  Señalé hacia el panel del carro, inquisitivamente.  Afirmó con la cabeza, y le di la señal de que podía proceder.  Lo que sacó fue, en realidad, un radio, pero uno que anteriormente jamás había visto.  La camioneta en la que viajábamos era solamente unos cuantos años menor que yo, pero esta cosa era totalmente nueva, con una pantalla digital, plano y en acabado negro mate, y una antena en forma rara de considerable grosor.  Lo prendió, y apareció un despliegue de luz roja, las palabras “Código de Acceso” destellando en la pantalla en una tipografía tipo militar.  Smiley rápidamente tecleó: -273.150, y me reí, en esta ocasión en forma menos loca y tal vez una versión más genuina que el de mi arrebato previo.

“Zero, right?” Mi mente se debatió durante un momento, buscando el término correcto. “Eh…el cero absoluto, ¿no?”

La bestia realmente sonrió, una cosa curiosamente cautivadora en toda verdad, y asintió con la cabeza.  A continuación apuntó inquisitivamente hacia mi muñeca izquierda.  Lo pensé un segundo, y rápidamente activé el Halo, su navaja negra saliendo de latigazo como una muerte silenciosa.

Gritó en admiración.  “Está a toda madre ese jalecito.”  No entendí completamente las palabras, pero entendí lo que quiso decir.

Después de nuestra breve experiencia psicótica de vinculación de lazos afectivos, Smiley siguió adelante.  En varios puntos del viaje, tecleaba cierta frecuencia en el radio, la cual respondía con una larga cadena de notaciones hexadecimales, finalmente leyendo “sincronizando” en la pantalla.  Después de que apareció una luz azul, él decía algunas pocas palabras, y esperaba a que desapareciera el ícono de “transmisión”.  Dentro de 30 segundos, llegaba una respuesta.  En cada ocasión, otra línea de código hex aparecía en la pantalla, eventualmente cambiándose a “nuevo espectro localizado”.  Después de ver esto por primera vez, supe exactamente qué era lo que estaba observando: un radio de salto de frecuencia de amplio espectro.  Se supone que solo la militar debe tener estas cosas, y sospechaba que – en las hojas de cálculo, por lo menos – solo los tenían los militares.

En una ocasión, la respuesta de quién estuviera por allá afuera fue más larga de lo común, y Smiley rápidamente pisó el acelerador de la camioneta, aventando grava por detrás.  Después de algunos minutos de curvas cerradas tentando al destino, entramos rápidamente por un pequeño cancel y nos estacionamos junto a una casa de bloque de rancho.  Smiley afirmó con la cabeza y salimos de la camioneta, pasando el edificio hacia un camino que eventualmente llevó a un precipicio de escarpado pique.  El valle debajo de nosotros se veía por kilómetros, una interminable vista de millones de tonos en café, interrumpidos solamente por grupos de árboles de mesquite.  No podía descifrar por qué Smiley estaba tan absorto en la vista, hasta que gruñó y apuntó.  A 4 o 5 kilómetros de distancia, un camino de polvo salía de un gran valle.  Para crear tal nube, sabía que se requería de muchos vehículos, tal vez tantos como 15 o 20.  Cuando miré inquisitivamente a mi guía, hizo mímica de una marcha de ejército, elevando su rifle hacia su hombro.  Terminó esta actuación improvisada con un saludo brioso.

“¿Militar?”

“Sí, el maldito ejercito.”  Algo claramente derogatorio fue agregado a su comentario, porque concluyó su discurso cogiendo su entrepierna y escupiendo en dirección a ellos.

El episodio me dio mucho que pensar.  Estas personas vestidas como campesinos.  Conducían vehículos viejos, aunque funcionales. Y sin embargo, tenían acceso a equipo de espectro milimétrico y una porción completa del noroeste de México poblado con observadores al punto de poder detectar y evadir patrullajes militares al azar.  La fuerza generalmente es dependiente de la debilidad de otras personas, pero empecé a sospechar que este dicho no aplicaba a El Martillo o su gente.

Después de una espera de 20 minutos, nos dirigimos de regreso a la camioneta y continuamos con nuestro viaje.  Nos tomó cerca de 4 horas para llegar a otra carretera, la cual rápidamente nos llevó a la ciudad de Cerralvo, Nuevo León.  Viajamos por las afueras de la ciudad, y nuevamente nos adentramos en las montañas.  Eventualmente, Smiley se acercó a una cerca de malla de alambre, y me señaló con la cabeza hacia una estructura gris a la distancia.

“You. Home.” [Tú.  Casa.]

Asentí con la cabeza y salí de la camioneta.  Lanzando mi mochila por la orilla de la caja de la camioneta, miré a mi alrededor.  Smiley no perdió tiempo en salir velozmente en la camioneta, dejando una nube de polvo en lugar de una despedida.  El sol se había puesto, y mi nuevo lugar de residencia estaba bañado con un enervado tipo de luz, produciendo más sombras que las que se pueden definir.  La única estructura parecía ser algún tipo de establo, una observación confirmada por el olor de animales de granja que entraba a bocanadas con la brisa.  Conocía aún menos de animales que lo que conocía del lenguaje español, pero realmente no había más que seguir adelante.   Re-acomodando mi bolsón  sobre mi hombro, trepé la cerca de malla, y me dejé caer en las sombras.

…para ser continuado… 



© Copyright 2012 por Thomas Bartlett Whitaker.
Todos los derechos reservados

Sunday, April 8, 2012

Ninguna Misericordia para los Perros Parte I

Escrito por Thomas Bartlett Whitaker

Esta historia originalmente apareció en Bay Area Butchers

La siguiente es una historia verídica….

Aproximadamente a 300 kilómetros al norte de la narco-Meca de Culiacán se tiende la porción de la Sierra Tarahumara conocida como Las Barrancas del Cobre.  El terreno es un encolerizado corte de cañones  de matiz ocre, algunos de ellos siendo significativamente más profundos que el Gran Cañón en Arizona. Siendo alguna vez una vasta fuente de riqueza de cobre, la tierra se ha revertido en un basurero árido, la hegemonía  del nuevamente triunfante sol.  Cualquier persona que sea tan tonta para adentrarse sin ser invitado, rápidamente aprende la regla del día: estiva o muérete.  Los únicos residentes de esta tierra son los Raramuri, o “las personas que corren”. En su lenguaje, la palabra que usan para cualquiera que no forma parte de las ocho tribus se traduce a una “persona con telaraña atravesando su cara”.  Ellos creen que el hombre tiene tres almas y la mujer cuatro, y que cuando uno de los suyos muere se convierten en estrellas en el cielo.  Cuentan una leyenda, tan antigua como cualquiera en una tierra embarazada con mitos antiguos, de los días oscuros en que los viejos dioses eran expulsados de Tenochtitlán por el Nazareno y sus caballos fabricados en metal por mano de hombre.  Después de andar vagando durante ocho años, su vuelo los llevó a las Barrancas del Cobre, en dónde le hicieron su ofrecimiento final a la Gran Madre Tierra: en vez de nutrir y cuidar la tierra en forma de espíritu, ellos se convertirían en seres humanos y la cuidarían con su sudor y sangre, hasta que la era terminara y la hora de correr llegara a su fin.  Eligieron caer, para trillar la tierra y convertirse en ella, y después ascender al cielo nuevamente cuando el tiempo de las pruebas terminara.  Para los Raramuri, la diferencia entre hombres y dioses es más pequeña que un grano de arena; más silencioso que un susurro.  Para los Raramuri, uno no puede realmente existir hasta que uno ha caído.

Esperé ver torres de vigilancia con gente armada. Perros aullando. Murallas imponentes de concreto estrechadas interminablemente hacia el horizonte, un testamento a todo lo que divide al ser humano de sí mismo.  Esperaba ver 1984.  Lo que me recibió fue un semáforo.  En teoría, el puente está compuesto por dos mitades.   Primero uno pasa por el punto de revisión Americana, en dónde un semáforo envejeciendo y ligeramente oxidado determina al azar cuáles carros serán revisados.  La luz roja indica que hay que contestar preguntas.  La verde, pásele Ud.  Rudy y yo habíamos estado observando el puente durante los últimos quince minutos desde la terraza de un apartamento de departamentos abandonado, y aún nos faltaba ver el parpadeo de la luz roja.  Hasta donde podíamos ver, los tres Oficiales del Patrullaje de Frontera que estaban a cargo del Puente Roma-Miguel Alemán estaban más preocupados por un profundo análisis del interior de sus sombreros vaqueros que con alguno o cualquiera de los vehículos en las líneas de salida.  Si yo hubiera estado un cuanto menos entumecido en ese tiempo, hubiera reconocido que Washington DC y su retórica se encontraban a un mundo de distancia, y que nada de lo que pasa entre los mundos sobrevive intacta a la transición.  Pero esa fue una lección para más adelante.

Podía notar que Rudy estaba nervioso.  Siempre locuaz, el compás como de una máquina ametralladora de su incesante parlotear había estado martillando dentro de mí por más de seis horas.  Seis horas y 37 minutos, desde que dejé mi Yukon en medio de los complejos de apartamentos con incidencia más alta de crimen en Houston, junto con el transmisor que el Departamento de Policía de Sugar Land había colocado debajo de la caja de fusibles.  Seis horas…me preguntaba sí ya se habían dado cuenta que me había fugado.  ¿Habían intentado llamar a mi celular?  ¿Había ella...? no.  Ese no era un camino por el  que me podía permitir andar. No en esa ocasión, ni muchos meses después.  El camino que tenía por delante era lo suficientemente difícil para contemplar, sin mirar por el espejo retrovisor.

Solo tendríamos una oportunidad para intentar cruzar el puente.  Siempre había sospechado que las segundas oportunidades solo se presentaban en las películas y en los sueños, y ahora sentía que ésta hipótesis era confirmada.  Mi tarjeta de identificación era buena, tan buena como pudiera ser.  La había estado usando para comprar cerveza desde que cumplí 18 años, y nunca me había fallado.  Aún después de que cumplí los 21, me la renovó el mismo tipo en la Pequeña Saigón, por si acaso.  Nunca esperé que “por si acaso” significaría…esto.

Al acercarnos al puente, Rudy mantuvo su compás, intentando perderse dentro de la mentira.  Lo envidié por eso.  La mentira se perdió dentro de mi persona hace tanto tiempo que éramos inseparables.

Luz verde.  Mientras pasábamos por el punto de revisión, noté una pared con fotografías laminadas, una larga cadena de fotografías de fichados.  La mía estaría allí pronto, lo sabía.  Me pregunté qué tanto tiempo pasaría antes de que Erinias [en la mitología griega significa La Furia] estaría buscándome, y sospeché que ya estaba corriendo en tiempo prestado.  Con los oficiales profundamente en sus siestas, no me imagino que realmente importaba en ese momento.

El punto de revisión Mexicano ni siquiera se molestó en poner un semáforo.  La entrada aduanal dentro de la República no es un puente, sino más bien una serie de edificios con tipos de cabinas de peaje extendiéndose por todas las carreteras principales a exactamente 22 kilómetros más allá del río, conocido en forma eufimística como “la veintidós”.  El trozo de tierra encajonado entre estas líneas de demarcación es la Zona del Comercio, la más pura expresión de gobierno laissez-faire que jamás haya visto.  No significa que las leyes estén en extinción.  Significa que ni siquiera evolucionaron.

Pasar la 22 podía ser problemático, y para eso, Rudy había pedido ayuda a su papá.  Rogelio Ramos Sr. era un jugador mediano en el Cartel del Golfo, exactamente el tipo de persona que sabe cómo evadir las aduanas.  En el viaje hacia la frontera, un significativo porcentaje de los contenidos de la diarrea verbal de Rudy consistió en historias acerca de su papá.  En vez de andar a caballo en los desfiles de las Fiestas Patrias en Cerralvo – como lo hacían los demás donadores narcos – crio y entrenó un toro.  Todos los amigos de su papá lo llamaban El Martillo.  Escuchar a su hijo contarlo, era como si su papá fuera un Alejandro Mexicano, el tipo de hombre que podía susurrar en una multitud y ser escuchado. “El hacerse llamar “El Martillo” tiende a  tener ese efecto”, recuerdo haber dicho en esa ocasión. Rudy me vio de reojo durante un momento, antes de responder que no debía bromear sobre cosas como esa hasta que supiera por qué le dieron ese sobrenombre.  Touché.  Cerré mi boca.

Por lo que yo podía ver, los zetas controlaban casi totalmente Miguel Alemán, siendo ellos, en ese tiempo, los responsables de hacer cumplir y asesinar.  A fines de los 90s, Osiel Cárdenas Guillén reclutó miembros elite del Grupo Aeronáutico de Fuerzas Especiales (GAFES) para que sirvieran como su ejercito privado de sicarios.  Entrenados por la Fuerza Delta en el Fuerte Bragg, estos desertores trajeron consigo verdadero armamento, armas de espectro milimétrico incluyendo misiles anti-tanques y helicópteros de ataque, y una ética de trabajo sociópata.  No mucho tiempo después de que pasé por el pueblo, el nuevo alcalde de Nuevo Laredo se paró con confianza en los escalones del Ayuntamiento y declaró que él no estaba comprometido a nadie.  Seis horas después, la tierra vampira chupó su sangre en vías de cuajarse.  Treinta balas pueden hacerte eso, la interpretación moderna de la negociación de Judas.

Al poco tiempo de haber cruzado el puente, Rudy se paró  frente de un edificio de bloque, el cuál parecía ser una taquería.  Me señaló que esperara mientras que él entraba.  Salí del carro y me coloqué en un lugar donde podía divisar toda la calle.  Podía sentir el Halo Micro-tec  adherido con velcro a la parte interior de mi muñeca izquierda, y me preguntaba si tendría suficiente tiempo para disparar por lo menos una vez antes que me alcanzara la bala.  Un perro esquelético gris con café, al que se le notaban las costillas olfateó el aire en dirección mía antes de cambiar de opinión y trotar calle abajo.  Parecía que había más perros que gente en Miguel Alemán.  Si mis dos años en México me enseñaron algo, fue qué tan correcto fue en realidad mi asesoramiento.

En vez de una descarga de fusilería, Rudy regresó con dos órdenes de tacos, dos refrescos Joya en botella de vidrio, y un teléfono celular pre-pagado.  Él se había puesto de acuerdo en reunirse con su papá en el pueblo este día, pero El Martillo había sobrevivido en aguas muy profundas por nunca estar en el lugar donde lo pudieran encontrar.  Haciendo reverencias a las fuerzas de cliché, debíamos encontrarnos en la cantina en la colonia El Jardín.  El lugar era difícil de encontrar, mayormente debido a que tengo closets que son más grandes que este establecimiento.  Una tumba hubiera tenido más vida.  El cantinero ni siquiera levantó la mirada para vernos cuando entramos.  Mientras que Rudy intentó localizar a su papá en el celular, yo hice el intento de leer los diversos letreros deslavados en la pared.  El único que mi pobre español pudo descifrar fue el que era obvio, relacionado con no fumar.  Casualmente volteé hacia mis pies.  El piso parecía un cenicero.  Después de 15 minutos, Papá Ramos cambió el lugar de reunión.  Dejé mis lentes para el sol sobre mi banco cuando nos fuimos, y después me hice como que recordé dejarlos y corrí hacia el bar.  El cantinero estaba hablando rápido en un celular, apuntando hacia la puerta que acabábamos de atravesar.  Sonrió cuando me vio observándolo.  Tenía tantos dientes como clientes.

Ahora que estaba al tanto, me adapté.  En el transcurso de la mañana, fuimos dirigidos por las orillas de Miguel Alemán hasta que finalmente se nos ordenó pararnos en una tienda pequeña de ropa vaquera en las afueras del pueblo.  A lo largo de una pared se encontraban muchos sombreros vaqueros, en todos los estilos y materiales.  A lo largo de la otra se encontraban montones de botas, algunas parecían estar hechas a mano.  En la parte de atrás de esta sección se encontraba un pequeño hombre, descansando y tan discreto que no lo noté hasta que ladeó su sombrero ligeramente hacia la derecha, observándonos con intensidad.  Sus ojos eran telescópicos, penetrándonos.  Rudy aún no lo había notado, pero sabía, en menos de dos segundos de contacto con sus ojos, que no se nos indicaría ir a otro lugar.  Papá Ramos, El Martillo, era un hombre chaparro con orejas grandes y sobresalientes, y con  una vestimenta simple y funcional.  Sus botas eran resistentes,  pero no caras, y su reloj era simple y de plástico el cuál probablemente le costó 1/300ava parte de lo que me costó mi Rolex.  No parecía la gran cosa, mucho menos un narcotraficante profesional.  Tal vez un comerciante pobre, o un agricultor.  Ese fue el primer presentimiento que tuve de qué tan peligroso era en realidad.  La primera cosa que la mayoría de los narcotraficantes hacen después de dar un gran golpe es salir y comprar montañas de cosas ostentosas, todas diseñadas para gritar “¡Véanme!”  Este hombre valía millones, pero parecía como si la única línea con la que coqueteaba era con la línea de pobreza.  Un hombre sin la mínima insinuación de orgullo es alguien a quién se debe temer.

El padre e hijo se abrazaron, e inmediatamente se adentraron en una rápida conversación.  Aunque había comprado un diccionario Inglés/Español la semana anterior y había pasado los últimos siete días memorizando el vocabulario, entendí precisamente nada de lo que estaban diciendo.  Todo el tiempo, El Martillo mantuvo sus ojos fijos en mí, ni siquiera parpadeando.  Regresé el favor, pero empecé a sentir esta rara impresión de que no estaba viendo todo lo que había dentro de él; que la mayor parte de él estaba enroscada dentro de otra dimensión, no vista, pero muy sentida.  Esa fue mi primera verdadera impresión de él, y fue una que se repetiría muchas veces en los próximos dos años.  Para cuando terminó la negociación entre los dos, compré un sombrero vaquero de paja, y Papá Ramos me había comprado a mí.  Ninguno de los dos parecíamos muy contentos con el trato.

Para ser continuado…..







© Copyright 2012 por Thomas Bartlett Whitaker.
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