Esta historia originalmente apareció en Bay Area Butchers
La parte I se puede ver AQUÍ
Lo que las personas creen ser real es real en sus consecuencias. Este fue el axioma que me mantuve repitiendo a mi mismo, mientras que El Martillo guiaba a su hijo y a mí fuera del estacionamiento. En alguna parte muy profunda dentro de mí, las fallas geológicas se estaban colapsando y los continentes moviéndose. Prácticamente, por la mayor parte, había estado caminando como sonámbulo día tras día durante los últimos seis meses, evitando cualquier espejo posible, especialmente de la variedad humana. En algún lado, debajo esta densa capa de adormecido gris, los cláxones estaban dando rienda suelta dentro de mi hipotálamo, señales de peligro intentando derrocar mi inanición y forjar camino entre la niebla para advertirme de mi peligro. Este estire y afloje interno me estaba ocasionando sacudidas de estados de extremo letargo y fatalismo a unos de ansiedad severa, la falta de estabilidad misma siendo un factor agravante que contribuía a mi desorientación. Sabía muy bien que me había dejado caer directamente dentro de la boca del león, y no sería la última vez en que me preguntaría cómo fue que Rudy me había logrado convencer a tomar este desquiciado viaje.
Una (gran) parte de mí sentía que ser triturado era precisamente lo que merecía, mientras que otra intentaba motivarme a buscar alguna estrategia de salida que no tuviera que ver con una tumba superficial rápidamente excavada en el desierto anónimo. Lo mejor que pudiera esperar, recuerdo haber pensado, es intentar dar la apariencia de peligroso – hasta loco – y esperar que este acto sería convincente. La mímica Batesiana es una defensa pobre cuando el depredador en la ecuación es un jugador serio en una operación verticalmente integrada de multi-drogas, pero había estado huyendo ya por tanto tiempo con tanque vacío que era todo lo que me venía a la mente. Los ojos de El Martillo eran como autobiografías duras, y no había parpadeado una sola vez durante nuestra reunión, un comportamiento clásico de hombre-Alfa [dominante]. Desenfocar los ojos para poder mirar fijo a distancia media es un viejo truco que yo bien conocía, y aun en mi estado de colapso sentía que podía lograrlo. El resultado es que no solo no quieres parpadear, tus ojos en cierta forma se ven como sin luz o muerto; como esos de un pescado. Durante muchas semanas no sabría que tan desconcertado se había sentido El Martillo.
En el estacionamiento, fui presentado al chofer del papá, un bloque de hombre de 350 libras llamado Smiley [Sonriente]. Siempre me molestaban un poco las personas que cargan adjetivos en vez de nombres propios, pero decidí que tendríamos un debate sobre tendencias de nomenclaturas otro día. Como, digamos, cuando tuviera un óbus [arma corta] a la mano. Rudy abrió la cajuela de su carro y sacó mi mochila.
“O.K., mira, el Smiley va a llevarte por algunos caminos alternos, unos usados por los coyotes para pasar por contrabando a imigrantes. Nadie te va a cuestionar allí, ¿O.K.? Yo iré con mi papá y nos veremos esta noche en Cerralvo, ¿o.k.?”
Escaneé la situación, no gustándome mucho. Pero este era e proverbial terreno medio entre las piedras y lugares duros, y si llegaba al punto de que me tuviera que enfrentar con la muerte a manos de un Neandertal con nombre equivocado en medio de la nada, lo pelearía, pero nunca discutiría que era menos de lo que yo merecía.
“¿Por qué le dicen Smiley?” pregunté, tratando de hacer tiempo. El hombre se veía singularmente incapaz de tener alguna expresión facial más allá de una amenazante mirada fulminante, de la cual parecía tener una selección expansiva. Escuchando su nombre, el mastodonte entrecerró sus ojos, mirándome. Parecían velas apagadas.
“Porque,” contestó Papá Ramos, en un inglés con pesado acento, un lenguaje que se suponía no sabía hablar, “cuando degolla, el hoyo parece una sonrisa de oreja a oreja.”
Con la mirada fija en él, la totalidad de la escena me abrumó. ¿Cómo fue que mi vida llegó hasta esto? Las presiones de 24 años de una vida vivida pobremente y sin razón me comprimieron, y sentí a una sola vez, que el poco convincente asirme con uñas enterradas a la cordura que me había sostenido desde el 10 de Diciembre, había empezado a deslizarse. No estoy hecho para llorar; la última ocasión en que vertí lágrimas por mi persona probablemente sucedió cuando tenía 4 o 5 años. En vez de esto, mi cerebro que iba espiral hacia la muerte decidió por la segunda mejor opción.
Empecé a reír.
Ninguna parte de esta situación era chistosa de ninguna forma, pero no podía parar. La desesperación, esperanza y un deseo de salvación chocaron violentamente en mi parte medular, y me sentí nauseado por lo absurdo del contexto, por este cabecilla de narcotraficantes chaparro y su exagerado y cómico guarura que aparentemente era un asesino; por el hijo idiota que estaba tan obviamente desesperado para ser una muñeca babushka de la misma serie que su papá, con tal de obtener los afectos de un hombre aparentemente incapaz de tal cosa, y el hecho que de alguna forma – inexplicablemente, me parecía en ese tiempo – yo era el centro alrededor del cual todos estos rayos torcidos giraban. Finalmente, finalmente, entendí lo que el personaje de Camus, Meursault, quiso decir cuando concluyó L’Etranger con estas palabras: Pour que tout soit consomme, pour que je me sente moins seul, il me restait a souhaiter q’il y ait beaucoup de spectateurs le jour de mon execution et qu’ils m’accueillent avec des cris de haine (Para que todos sean consumidos, a causa de eso me siento menos solo, tenía la esperanza de que hubiera muchos espectadores en el día de mi ejecución y que me recibieran con llantos de odio).
Una parte de mí tuvo que haber sabido que los otros me estaban mirando fijamente, y cuando parpadeé para sacar las lágrimas de mis ojos, la boca de Rudy estaba boquiabierta y me estaba mirando como nunca me había antes mirado (en verdad, no lo había hecho). Este hecho me divirtió aún más, y podía sentir otra cadena de risa burbujeando dentro de mi pecho. Al diablo, pensé. Mors certa, vita incerta. Le di un manotazo al hombro de Rudy, y levanté mi bolsón y mochila, aventándolos sobre mi hombro. Aun riéndome, saludé con la cabeza a El Martillo y grité a Smiley una de mis órdenes en español que sabía: “¡Vamanos!” Mientras guardaba mi bolsón en la parte de atrás del Ford F-350 de los 80s que sería mi transporte, atrapé a Smiley mirando de mí a Papá Ramos y de regreso a mí. Si no supiera mejor, hubiera pensado que el gorila se veía…preocupado.
El momento pasó tan pronto cerré la puerta del pasajero de la camioneta, algún switch traicionero siendo colocado en posición de apagado. Me sentía drenado, como si estuviera descendiendo dentro de mí desde una gran distancia. Intenté tomar respiraciones profundas, enfocándome en una estructura abandonada en la distancia, a medio terminar y pudriéndose. Se veía tan atacado por arena como yo me sentía, y me limpié las lágrimas de la cara antes que Smiley pudiera abrir la puerta del conductor. La camioneta se tambaleó hacia la izquierda mientras él se lanzaba dentro de la cabina, su panza tocando el volante mientras hacía el intento de ponerse cómodo. A su crédito, no malgastó tiempo intentando entenderme. Pronto aprendería que todos los hombres de Papá eran así, totalmente entregados a sus funciones.
La carretera (si caritativamente se le puede llamar así) que se dirigía hacia las montañas se encontraba en un estado deplorable. En varias ocasiones, rodeamos hoyos en el pavimento lo suficientemente grandes para haber tragado una troca de carga de 18 llantas. Seguía revisando mi reloj, intentando adivinar los eventos que se estaban desenlazando en Houston, compitiendo en contra de mi memoria, uno empujándome hacia adelante, el otro jalándome hacia atrás. Solo en retrospección me doy cuenta qué tan cerca estuve a volverme totalmente loco. Si hubo algo que me salvó, me puso los pies en la tierra, fue el paisaje, el cual se empezó a abrir al ir dejando la ciudad atrás de nosotros. El asfalto rápidamente se convirtió en grava, y esto nuevamente se transformó en tierra cuando dejamos la carretera principal para tomar lo que parecía un camino para chivos. Habían cientos – si no miles – de estos caminos saliendo como capilares durante la última media hora, y no tengo idea cómo Smiley supo cuál tomar. Pronto pasamos un inmenso rebaño de varios cientos de chivos blancos y cafés, y Smiley saludó con la mano y le gritó a un hombre anciano que estaba cuidándolos. El anciano no respondió.
En The Laberynth of Solitude [Laberinto de Soledad], el escritor de Premio Nobel y poeta, Octavio Paz, describió sus paisanos como reservados, no afectivos, y a la defensiva. Mientras que eventualmente llegaría a estar en desacuerdo con esta evaluación, parecía haber acertado con Smiley, el cual aparentaba tener poco deseo de llevar a cabo una conversación. Eso estaba bien conmigo, y me enfoqué en ver el paisaje. Antes de que pasara mucho tiempo, las faldas de las montañas se empezaron a convertir en verdaderas montañas, los caminos tornándose más peligrosos. En un momento, mi chofer metió su mano bajo el panel del carro, y me tensé, mi mano derecha rápidamente dirigiéndose hacia mi muñeca izquierda, en la que mi manga Oxford cubría mi navaja. Él presintió esto y se congeló, su mano levantándose en la posición universalmente entendida de “espera”. Bajó la velocidad de la camioneta, y eventualmente se detuvo. Lo observé cuidadosamente, y colocó su mano enfrente de su cara, pretendiendo hablar por radio. Señalé hacia el panel del carro, inquisitivamente. Afirmó con la cabeza, y le di la señal de que podía proceder. Lo que sacó fue, en realidad, un radio, pero uno que anteriormente jamás había visto. La camioneta en la que viajábamos era solamente unos cuantos años menor que yo, pero esta cosa era totalmente nueva, con una pantalla digital, plano y en acabado negro mate, y una antena en forma rara de considerable grosor. Lo prendió, y apareció un despliegue de luz roja, las palabras “Código de Acceso” destellando en la pantalla en una tipografía tipo militar. Smiley rápidamente tecleó: -273.150, y me reí, en esta ocasión en forma menos loca y tal vez una versión más genuina que el de mi arrebato previo.
“Zero, right?” Mi mente se debatió durante un momento, buscando el término correcto. “Eh…el cero absoluto, ¿no?”
La bestia realmente sonrió, una cosa curiosamente cautivadora en toda verdad, y asintió con la cabeza. A continuación apuntó inquisitivamente hacia mi muñeca izquierda. Lo pensé un segundo, y rápidamente activé el Halo, su navaja negra saliendo de latigazo como una muerte silenciosa.
Gritó en admiración. “Está a toda madre ese jalecito.” No entendí completamente las palabras, pero entendí lo que quiso decir.
Después de nuestra breve experiencia psicótica de vinculación de lazos afectivos, Smiley siguió adelante. En varios puntos del viaje, tecleaba cierta frecuencia en el radio, la cual respondía con una larga cadena de notaciones hexadecimales, finalmente leyendo “sincronizando” en la pantalla. Después de que apareció una luz azul, él decía algunas pocas palabras, y esperaba a que desapareciera el ícono de “transmisión”. Dentro de 30 segundos, llegaba una respuesta. En cada ocasión, otra línea de código hex aparecía en la pantalla, eventualmente cambiándose a “nuevo espectro localizado”. Después de ver esto por primera vez, supe exactamente qué era lo que estaba observando: un radio de salto de frecuencia de amplio espectro. Se supone que solo la militar debe tener estas cosas, y sospechaba que – en las hojas de cálculo, por lo menos – solo los tenían los militares.
En una ocasión, la respuesta de quién estuviera por allá afuera fue más larga de lo común, y Smiley rápidamente pisó el acelerador de la camioneta, aventando grava por detrás. Después de algunos minutos de curvas cerradas tentando al destino, entramos rápidamente por un pequeño cancel y nos estacionamos junto a una casa de bloque de rancho. Smiley afirmó con la cabeza y salimos de la camioneta, pasando el edificio hacia un camino que eventualmente llevó a un precipicio de escarpado pique. El valle debajo de nosotros se veía por kilómetros, una interminable vista de millones de tonos en café, interrumpidos solamente por grupos de árboles de mesquite. No podía descifrar por qué Smiley estaba tan absorto en la vista, hasta que gruñó y apuntó. A 4 o 5 kilómetros de distancia, un camino de polvo salía de un gran valle. Para crear tal nube, sabía que se requería de muchos vehículos, tal vez tantos como 15 o 20. Cuando miré inquisitivamente a mi guía, hizo mímica de una marcha de ejército, elevando su rifle hacia su hombro. Terminó esta actuación improvisada con un saludo brioso.
“¿Militar?”
“Sí, el maldito ejercito.” Algo claramente derogatorio fue agregado a su comentario, porque concluyó su discurso cogiendo su entrepierna y escupiendo en dirección a ellos.
El episodio me dio mucho que pensar. Estas personas vestidas como campesinos. Conducían vehículos viejos, aunque funcionales. Y sin embargo, tenían acceso a equipo de espectro milimétrico y una porción completa del noroeste de México poblado con observadores al punto de poder detectar y evadir patrullajes militares al azar. La fuerza generalmente es dependiente de la debilidad de otras personas, pero empecé a sospechar que este dicho no aplicaba a El Martillo o su gente.
Después de una espera de 20 minutos, nos dirigimos de regreso a la camioneta y continuamos con nuestro viaje. Nos tomó cerca de 4 horas para llegar a otra carretera, la cual rápidamente nos llevó a la ciudad de Cerralvo, Nuevo León. Viajamos por las afueras de la ciudad, y nuevamente nos adentramos en las montañas. Eventualmente, Smiley se acercó a una cerca de malla de alambre, y me señaló con la cabeza hacia una estructura gris a la distancia.
“You. Home.” [Tú. Casa.]
Asentí con la cabeza y salí de la camioneta. Lanzando mi mochila por la orilla de la caja de la camioneta, miré a mi alrededor. Smiley no perdió tiempo en salir velozmente en la camioneta, dejando una nube de polvo en lugar de una despedida. El sol se había puesto, y mi nuevo lugar de residencia estaba bañado con un enervado tipo de luz, produciendo más sombras que las que se pueden definir. La única estructura parecía ser algún tipo de establo, una observación confirmada por el olor de animales de granja que entraba a bocanadas con la brisa. Conocía aún menos de animales que lo que conocía del lenguaje español, pero realmente no había más que seguir adelante. Re-acomodando mi bolsón sobre mi hombro, trepé la cerca de malla, y me dejé caer en las sombras.
…para ser continuado…
© Copyright 2012 por Thomas Bartlett Whitaker.
Todos los derechos reservados
La parte I se puede ver AQUÍ
Lo que las personas creen ser real es real en sus consecuencias. Este fue el axioma que me mantuve repitiendo a mi mismo, mientras que El Martillo guiaba a su hijo y a mí fuera del estacionamiento. En alguna parte muy profunda dentro de mí, las fallas geológicas se estaban colapsando y los continentes moviéndose. Prácticamente, por la mayor parte, había estado caminando como sonámbulo día tras día durante los últimos seis meses, evitando cualquier espejo posible, especialmente de la variedad humana. En algún lado, debajo esta densa capa de adormecido gris, los cláxones estaban dando rienda suelta dentro de mi hipotálamo, señales de peligro intentando derrocar mi inanición y forjar camino entre la niebla para advertirme de mi peligro. Este estire y afloje interno me estaba ocasionando sacudidas de estados de extremo letargo y fatalismo a unos de ansiedad severa, la falta de estabilidad misma siendo un factor agravante que contribuía a mi desorientación. Sabía muy bien que me había dejado caer directamente dentro de la boca del león, y no sería la última vez en que me preguntaría cómo fue que Rudy me había logrado convencer a tomar este desquiciado viaje.
Una (gran) parte de mí sentía que ser triturado era precisamente lo que merecía, mientras que otra intentaba motivarme a buscar alguna estrategia de salida que no tuviera que ver con una tumba superficial rápidamente excavada en el desierto anónimo. Lo mejor que pudiera esperar, recuerdo haber pensado, es intentar dar la apariencia de peligroso – hasta loco – y esperar que este acto sería convincente. La mímica Batesiana es una defensa pobre cuando el depredador en la ecuación es un jugador serio en una operación verticalmente integrada de multi-drogas, pero había estado huyendo ya por tanto tiempo con tanque vacío que era todo lo que me venía a la mente. Los ojos de El Martillo eran como autobiografías duras, y no había parpadeado una sola vez durante nuestra reunión, un comportamiento clásico de hombre-Alfa [dominante]. Desenfocar los ojos para poder mirar fijo a distancia media es un viejo truco que yo bien conocía, y aun en mi estado de colapso sentía que podía lograrlo. El resultado es que no solo no quieres parpadear, tus ojos en cierta forma se ven como sin luz o muerto; como esos de un pescado. Durante muchas semanas no sabría que tan desconcertado se había sentido El Martillo.
En el estacionamiento, fui presentado al chofer del papá, un bloque de hombre de 350 libras llamado Smiley [Sonriente]. Siempre me molestaban un poco las personas que cargan adjetivos en vez de nombres propios, pero decidí que tendríamos un debate sobre tendencias de nomenclaturas otro día. Como, digamos, cuando tuviera un óbus [arma corta] a la mano. Rudy abrió la cajuela de su carro y sacó mi mochila.
“O.K., mira, el Smiley va a llevarte por algunos caminos alternos, unos usados por los coyotes para pasar por contrabando a imigrantes. Nadie te va a cuestionar allí, ¿O.K.? Yo iré con mi papá y nos veremos esta noche en Cerralvo, ¿o.k.?”
Escaneé la situación, no gustándome mucho. Pero este era e proverbial terreno medio entre las piedras y lugares duros, y si llegaba al punto de que me tuviera que enfrentar con la muerte a manos de un Neandertal con nombre equivocado en medio de la nada, lo pelearía, pero nunca discutiría que era menos de lo que yo merecía.
“¿Por qué le dicen Smiley?” pregunté, tratando de hacer tiempo. El hombre se veía singularmente incapaz de tener alguna expresión facial más allá de una amenazante mirada fulminante, de la cual parecía tener una selección expansiva. Escuchando su nombre, el mastodonte entrecerró sus ojos, mirándome. Parecían velas apagadas.
“Porque,” contestó Papá Ramos, en un inglés con pesado acento, un lenguaje que se suponía no sabía hablar, “cuando degolla, el hoyo parece una sonrisa de oreja a oreja.”
Con la mirada fija en él, la totalidad de la escena me abrumó. ¿Cómo fue que mi vida llegó hasta esto? Las presiones de 24 años de una vida vivida pobremente y sin razón me comprimieron, y sentí a una sola vez, que el poco convincente asirme con uñas enterradas a la cordura que me había sostenido desde el 10 de Diciembre, había empezado a deslizarse. No estoy hecho para llorar; la última ocasión en que vertí lágrimas por mi persona probablemente sucedió cuando tenía 4 o 5 años. En vez de esto, mi cerebro que iba espiral hacia la muerte decidió por la segunda mejor opción.
Empecé a reír.
Ninguna parte de esta situación era chistosa de ninguna forma, pero no podía parar. La desesperación, esperanza y un deseo de salvación chocaron violentamente en mi parte medular, y me sentí nauseado por lo absurdo del contexto, por este cabecilla de narcotraficantes chaparro y su exagerado y cómico guarura que aparentemente era un asesino; por el hijo idiota que estaba tan obviamente desesperado para ser una muñeca babushka de la misma serie que su papá, con tal de obtener los afectos de un hombre aparentemente incapaz de tal cosa, y el hecho que de alguna forma – inexplicablemente, me parecía en ese tiempo – yo era el centro alrededor del cual todos estos rayos torcidos giraban. Finalmente, finalmente, entendí lo que el personaje de Camus, Meursault, quiso decir cuando concluyó L’Etranger con estas palabras: Pour que tout soit consomme, pour que je me sente moins seul, il me restait a souhaiter q’il y ait beaucoup de spectateurs le jour de mon execution et qu’ils m’accueillent avec des cris de haine (Para que todos sean consumidos, a causa de eso me siento menos solo, tenía la esperanza de que hubiera muchos espectadores en el día de mi ejecución y que me recibieran con llantos de odio).
Una parte de mí tuvo que haber sabido que los otros me estaban mirando fijamente, y cuando parpadeé para sacar las lágrimas de mis ojos, la boca de Rudy estaba boquiabierta y me estaba mirando como nunca me había antes mirado (en verdad, no lo había hecho). Este hecho me divirtió aún más, y podía sentir otra cadena de risa burbujeando dentro de mi pecho. Al diablo, pensé. Mors certa, vita incerta. Le di un manotazo al hombro de Rudy, y levanté mi bolsón y mochila, aventándolos sobre mi hombro. Aun riéndome, saludé con la cabeza a El Martillo y grité a Smiley una de mis órdenes en español que sabía: “¡Vamanos!” Mientras guardaba mi bolsón en la parte de atrás del Ford F-350 de los 80s que sería mi transporte, atrapé a Smiley mirando de mí a Papá Ramos y de regreso a mí. Si no supiera mejor, hubiera pensado que el gorila se veía…preocupado.
El momento pasó tan pronto cerré la puerta del pasajero de la camioneta, algún switch traicionero siendo colocado en posición de apagado. Me sentía drenado, como si estuviera descendiendo dentro de mí desde una gran distancia. Intenté tomar respiraciones profundas, enfocándome en una estructura abandonada en la distancia, a medio terminar y pudriéndose. Se veía tan atacado por arena como yo me sentía, y me limpié las lágrimas de la cara antes que Smiley pudiera abrir la puerta del conductor. La camioneta se tambaleó hacia la izquierda mientras él se lanzaba dentro de la cabina, su panza tocando el volante mientras hacía el intento de ponerse cómodo. A su crédito, no malgastó tiempo intentando entenderme. Pronto aprendería que todos los hombres de Papá eran así, totalmente entregados a sus funciones.
La carretera (si caritativamente se le puede llamar así) que se dirigía hacia las montañas se encontraba en un estado deplorable. En varias ocasiones, rodeamos hoyos en el pavimento lo suficientemente grandes para haber tragado una troca de carga de 18 llantas. Seguía revisando mi reloj, intentando adivinar los eventos que se estaban desenlazando en Houston, compitiendo en contra de mi memoria, uno empujándome hacia adelante, el otro jalándome hacia atrás. Solo en retrospección me doy cuenta qué tan cerca estuve a volverme totalmente loco. Si hubo algo que me salvó, me puso los pies en la tierra, fue el paisaje, el cual se empezó a abrir al ir dejando la ciudad atrás de nosotros. El asfalto rápidamente se convirtió en grava, y esto nuevamente se transformó en tierra cuando dejamos la carretera principal para tomar lo que parecía un camino para chivos. Habían cientos – si no miles – de estos caminos saliendo como capilares durante la última media hora, y no tengo idea cómo Smiley supo cuál tomar. Pronto pasamos un inmenso rebaño de varios cientos de chivos blancos y cafés, y Smiley saludó con la mano y le gritó a un hombre anciano que estaba cuidándolos. El anciano no respondió.
En The Laberynth of Solitude [Laberinto de Soledad], el escritor de Premio Nobel y poeta, Octavio Paz, describió sus paisanos como reservados, no afectivos, y a la defensiva. Mientras que eventualmente llegaría a estar en desacuerdo con esta evaluación, parecía haber acertado con Smiley, el cual aparentaba tener poco deseo de llevar a cabo una conversación. Eso estaba bien conmigo, y me enfoqué en ver el paisaje. Antes de que pasara mucho tiempo, las faldas de las montañas se empezaron a convertir en verdaderas montañas, los caminos tornándose más peligrosos. En un momento, mi chofer metió su mano bajo el panel del carro, y me tensé, mi mano derecha rápidamente dirigiéndose hacia mi muñeca izquierda, en la que mi manga Oxford cubría mi navaja. Él presintió esto y se congeló, su mano levantándose en la posición universalmente entendida de “espera”. Bajó la velocidad de la camioneta, y eventualmente se detuvo. Lo observé cuidadosamente, y colocó su mano enfrente de su cara, pretendiendo hablar por radio. Señalé hacia el panel del carro, inquisitivamente. Afirmó con la cabeza, y le di la señal de que podía proceder. Lo que sacó fue, en realidad, un radio, pero uno que anteriormente jamás había visto. La camioneta en la que viajábamos era solamente unos cuantos años menor que yo, pero esta cosa era totalmente nueva, con una pantalla digital, plano y en acabado negro mate, y una antena en forma rara de considerable grosor. Lo prendió, y apareció un despliegue de luz roja, las palabras “Código de Acceso” destellando en la pantalla en una tipografía tipo militar. Smiley rápidamente tecleó: -273.150, y me reí, en esta ocasión en forma menos loca y tal vez una versión más genuina que el de mi arrebato previo.
“Zero, right?” Mi mente se debatió durante un momento, buscando el término correcto. “Eh…el cero absoluto, ¿no?”
La bestia realmente sonrió, una cosa curiosamente cautivadora en toda verdad, y asintió con la cabeza. A continuación apuntó inquisitivamente hacia mi muñeca izquierda. Lo pensé un segundo, y rápidamente activé el Halo, su navaja negra saliendo de latigazo como una muerte silenciosa.
Gritó en admiración. “Está a toda madre ese jalecito.” No entendí completamente las palabras, pero entendí lo que quiso decir.
Después de nuestra breve experiencia psicótica de vinculación de lazos afectivos, Smiley siguió adelante. En varios puntos del viaje, tecleaba cierta frecuencia en el radio, la cual respondía con una larga cadena de notaciones hexadecimales, finalmente leyendo “sincronizando” en la pantalla. Después de que apareció una luz azul, él decía algunas pocas palabras, y esperaba a que desapareciera el ícono de “transmisión”. Dentro de 30 segundos, llegaba una respuesta. En cada ocasión, otra línea de código hex aparecía en la pantalla, eventualmente cambiándose a “nuevo espectro localizado”. Después de ver esto por primera vez, supe exactamente qué era lo que estaba observando: un radio de salto de frecuencia de amplio espectro. Se supone que solo la militar debe tener estas cosas, y sospechaba que – en las hojas de cálculo, por lo menos – solo los tenían los militares.
En una ocasión, la respuesta de quién estuviera por allá afuera fue más larga de lo común, y Smiley rápidamente pisó el acelerador de la camioneta, aventando grava por detrás. Después de algunos minutos de curvas cerradas tentando al destino, entramos rápidamente por un pequeño cancel y nos estacionamos junto a una casa de bloque de rancho. Smiley afirmó con la cabeza y salimos de la camioneta, pasando el edificio hacia un camino que eventualmente llevó a un precipicio de escarpado pique. El valle debajo de nosotros se veía por kilómetros, una interminable vista de millones de tonos en café, interrumpidos solamente por grupos de árboles de mesquite. No podía descifrar por qué Smiley estaba tan absorto en la vista, hasta que gruñó y apuntó. A 4 o 5 kilómetros de distancia, un camino de polvo salía de un gran valle. Para crear tal nube, sabía que se requería de muchos vehículos, tal vez tantos como 15 o 20. Cuando miré inquisitivamente a mi guía, hizo mímica de una marcha de ejército, elevando su rifle hacia su hombro. Terminó esta actuación improvisada con un saludo brioso.
“¿Militar?”
“Sí, el maldito ejercito.” Algo claramente derogatorio fue agregado a su comentario, porque concluyó su discurso cogiendo su entrepierna y escupiendo en dirección a ellos.
El episodio me dio mucho que pensar. Estas personas vestidas como campesinos. Conducían vehículos viejos, aunque funcionales. Y sin embargo, tenían acceso a equipo de espectro milimétrico y una porción completa del noroeste de México poblado con observadores al punto de poder detectar y evadir patrullajes militares al azar. La fuerza generalmente es dependiente de la debilidad de otras personas, pero empecé a sospechar que este dicho no aplicaba a El Martillo o su gente.
Después de una espera de 20 minutos, nos dirigimos de regreso a la camioneta y continuamos con nuestro viaje. Nos tomó cerca de 4 horas para llegar a otra carretera, la cual rápidamente nos llevó a la ciudad de Cerralvo, Nuevo León. Viajamos por las afueras de la ciudad, y nuevamente nos adentramos en las montañas. Eventualmente, Smiley se acercó a una cerca de malla de alambre, y me señaló con la cabeza hacia una estructura gris a la distancia.
“You. Home.” [Tú. Casa.]
Asentí con la cabeza y salí de la camioneta. Lanzando mi mochila por la orilla de la caja de la camioneta, miré a mi alrededor. Smiley no perdió tiempo en salir velozmente en la camioneta, dejando una nube de polvo en lugar de una despedida. El sol se había puesto, y mi nuevo lugar de residencia estaba bañado con un enervado tipo de luz, produciendo más sombras que las que se pueden definir. La única estructura parecía ser algún tipo de establo, una observación confirmada por el olor de animales de granja que entraba a bocanadas con la brisa. Conocía aún menos de animales que lo que conocía del lenguaje español, pero realmente no había más que seguir adelante. Re-acomodando mi bolsón sobre mi hombro, trepé la cerca de malla, y me dejé caer en las sombras.
…para ser continuado…
© Copyright 2012 por Thomas Bartlett Whitaker.
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